COPA LA INTRUSA

Llevo mucho rato despierto, ¡hace tanto tiempo que no puedo dormir tranquilo y descansar! Antes de que las cosas cambiaran sin avisar, era mi padre el que me despertaba cada mañana, me llamaba, me tocaba la cara, me daba golpecitos suaves en la espalda. A mí me gustaba mucho hacerme el dormido: “Alejandro, si no abres los ojos y te levantas para ir al cole te convertiré en croqueta para mi desayuno y te comeré”. Entonces yo cerraba los ojos con fuerza, él me movía de lado a lado del colchón como si quisiera hacer una croqueta gigante con mi cuerpo y luego me comía a besos, mordisquitos y cosquillas. Yo reía, me agarraba a su cuello convencido de que junto a él no existía el peligro.

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Apenas faltaban quince días para que fuera mi cumpleaños. Cumpliría once años, mi primer capicúa. Me hacía mucha ilusión poder celebrar un número de años tan guay, seguro que iba darme mucha suerte. Quizás a partir de entonces, cuando fuera con mi abuelo a pescar a la playa, sería yo quién pescase los peces más grandes y marcase un montón de goles a mi hermano mayor que era un crack como portero de fútbol. Tal vez fuera a partir de los once años que mis padres me dieran permiso para ir a la feria con mis amigos y por fin pudiera tener una tele para mí solo en la habitación.

Ahora, mientras espero que mi madre y mi hermano vengan a ayudarme a levantarme de la cama, lavarme y desayunar, miro la pequeña luz roja de la televisión que está colgada en la esquina derecha del techo. Han pasado algunos años desde que se me concediera mi deseo, algunos años con televisor frente a mi cama. El mando a distancia lo utiliza cualquiera que entre en mi habitación. Yo sólo no puedo accionarlo, no puedo escoger el
momento, ni el programa ni el volumen. Al principio lo viví como una pesadilla hasta que después de mucho tiempo me rendí a lo inevitable.

Oigo el ruido de la calle, el tráfico de coches y motos que no conduciré nunca. Los frenazos bruscos siempre me producen taquicardia y sudor frío. Antes, cuando mi garganta y mi cuerpo todavía tenían fuerza para hacerlo, chillaba. Ahora estoy tan débil que ni tan siquiera puedo emitir un susurro. Cada vez me cuesta más respirar, cada sobresalto se me queda clavado en el pecho. Ya no puedo liberarme con el grito de la angustia y el pánico que me causan los ruidos imprevistos. A menudo me imagino que un coche conducido por el Manolo viene hacia mí, a todo gas, dispuesto a atropellarme.

Aquel mediodía el peligro se presentó y papá no estaba. Manolo, el hijo de la panadera, estrenaba su coche pisando a fondo el acelerador por las calles del barrio. Iba tan contento que no me vio jugando a fútbol, tampoco vio como bajé corriendo de la acera a recoger la pelota que se nos había colado. Apenas oí las ruedas frenando y patinando en el asfalto. Perdí el sentido. Mi madre me explicó que había estado un mes dormido: “En coma, dicen los médicos”.
No recuerdo nada. Me acuerdo de antes, me acuerdo de después y en medio nada. Mi padre desapareció en el coma y al despertar descubrí un punto final en mi vida: había perdido la capacidad de hablar, de mover mis brazos y mis piernas y apenas podía mover la cabeza.

Hace sol, veo la luz a través de los visillos de la ventana. Me costó mucho hacer entender a mi madre que no quería las cortinas de plástico grises. Me daba miedo pasar la noche en una oscuridad infinita. Era terrorífico: los ruidos, los fantasmas, las pesadillas y la soledad se hacían grandes. Tuve que gritar mucho, sacar fuerza de flaqueza y mirar hacia las cortinas insistentemente, más de media hora de intentos hasta que por fin mamá comprendió. Acabé agotado por el esfuerzo, dormí lo que hacía mucho tiempo no dormía. Mamá también se cansó y acabó llorando mientras me daba besos en la frente: “¡Dios mío!, ¡pobre hijo mío! ¡Que daría yo para que pudieras hablar y moverte como antes!”.

La silla, como cada mañana, me está vigilando a los pies de la cama. Siempre me espera fría, inflexible, silenciosa, sabe que dependo de ella para moverme. Algunos días me consuelo pensando que también ella necesita de alguien para desplazarse, otros me siento celoso de su caminar circular porque aunque sea con ayuda puede mover sus ruedas.

Tengo frío, seguro que he mojado la cama y tengo el pijama empapado de pipí. Cuando era pequeño y se me escapaba el pis papá me decía: “No te preocupes campeón a todos nos ha pasado”, me ayudaba a llevar las sábanas a la lavadora y a hacer la cama limpia. Hace tiempo que se fue mi padre. Al principio de mi accidente vino muy pocas veces a casa. Siempre venía extraño, le costaba andar recto y hablar claro. Cuando se acercaba a mi cama se quedaba sin voz, lloraba y lloraba. Mamá le decía que tenía que ser fuerte y él gritaba muy enfadado: “¡No vuelvas a decirme como tengo que ser!, ¡dile al hijo de puta del Manolo como se tiene que conducir!”. Luego se iba dándose golpes con las paredes y los muebles y dando un portazo que me hacía dar un salto en la cama. Yo gritaba intentando decir su nombre, pedirle que se quedara con nosotros, que lo necesitaba a mi lado, pero no lo conseguí nunca. Entonces mi madre me cogía de la mano y me decía: “No te preocupes, mi amor. Tu papá te quiere mucho, tanto que no sabe verte así”. Luego la oía hablar en el comedor con mi tía: “Desde el accidente del niño, Iván no ha vuelto a ser el mismo. Se pasa el día en el bar agarrado a la Copa. Es su nueva novia. Le está matando”.

Pensé mil maneras de asesinar a esa novia con nombre extraño que había secuestrado a mi padre y que lo quería matar. Intenté decirle a mi madre que lo salvara, que avisara a la policía de que había una mujer mala que quería hacer daño a mi padre: inútil, no lo logré. Mi padre dejó de venir y yo de alguna manera dejé de querer a mi madre. Meses después, una mañana, cuando acababan de dejarme limpio y desayunado en el comedor, llamaron a la puerta. Entró la vecina llorando y gritando: “Rosa, han encontrado a Iván muerto en el banco del parque, estaba borracho con una copa de vino a su lado”.
Entonces comprendí. Volví a querer a mi madre.

Relato del “Almacén de semillas con futuro”

Relato basado en hechos reales, en la realidad quién marchó primero fue el protagonista.

Para él este homenaje:

ALEJANDRO , IN MEMORIAM
(19/10/1986 – 31/3/2004
Dejadme marchar.
Mi cuerpo,
fatigado y maltrecho,
necesita descansar.
Me despertaré renovado y pleno,
montado en la espuma de una nube blanca,
color de la paz.
Si el corazón lo siente y los ojos le siguen llorad un ratito,
ni mucho ni poco,
y luego,
luego dejadme marchar.
Un delfín me acompaña,
cabalgo en su lomo,
siembro caracolas y estrellas de mar.
Sonrío sereno,
la Luz me acompaña
y la primavera empieza a asomar.
Del poemario “Me descubro ante vosotros, yo soy poeta”

María Jesús Pérez Artigas
Pedagoga Terapeuta
Logopeda Integrativa
Escritora

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