HERENCIA

“Mi papá me pega pero me quiere mucho” __dice Juanjo a la enfermera del hospital infantil que está sentada a su lado observándole. Es lo primero que dice tras once días de sedación.

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La enfermera al oír las palabras que ha pronunciado el niño no responde, le mira muy quieta, sus ojos desprenden lágrimas que se deslizan por las mejillas y caen en la sabana de blanco impecable que cubren el cuerpecito del niño. Aspira aire por la nariz, profundamente, sin hacer ruido; levanta la mano derecha, la lleva a la cabeza vendada de Juanjo y con un gesto muy leve que apenas le toca, le acaricia de adelante hacia atrás mientras que simultáneamente posa suavemente su mano izquierda sobre la mano izquierda de él. Juanjo permanece mirándola por poco tiempo, cierra los ojos, se duerme de nuevo. Brazo derecho roto, cinco puntos de sutura en la cabeza, un hematoma que parte del ojo derecho y le ocupa prácticamente media cara, dos quemaduras de cigarro en el muslo de la pierna izquierda.

“¡Se me ha ido la mano, salven a mi niño!” __había gritado Sebas cuando acudió al hospital con un bulto envuelto en una manta ensangrentada, cabellos revueltos, cuerpo y manos temblorosas, olor acre de alcohol y tabaco. No era un grito de mando sino un grito desgarrado de ruego y de súplica. Enfermeras y médicos habían acudido corriendo avisados por la auxiliar de recepción y le habían cogido el fardo de vida maltratada. Tras responder a un breve interrogatorio sobre el nombre y la edad del hijo, cómo y con qué le pegó y cuánto tiempo hacía que estaba inconsciente, había intentado acercarse al pequeño que apenas respiraba: “¡Juanjo, hijo mío, yo te quiero, lo siento, perdóname, no te me mueras!”, decía mientras la policía se lo impedía reteniéndole enérgicamente. “¡Llévenselo de aquí antes de que sea yo quién le abra la cabeza a este animal!”, había dicho el médico con voz seca y fría.

En la comisaria, Sebas, prestó declaración reconociendo que no era la primera vez que pegaba a Juanjo. Luego el furgón y la cárcel. El funcionario de la prisión le dio ropa limpia, la suya estaba raída, sucia y ensangrentada. El preso se desvistió y su desnudez mostró cicatrices de la infancia, el funcionario que observaba la escena emitió un “¡Madre mía!” conmovido con una voz mezcla de lamento y plegaria. Sebas, que para evitar la mirada del guardián se había girado de espaldas a él, al oírlo se dio la vuelta y con lágrimas en los ojos le dijo: “Mi padre me pegaba pero me quería mucho”.

 

María Jesús Pérez Artigas
Pedagoga Terapeuta
Logopeda Integrativa
Escritora

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