¿TE ATREVES A MEJORAR TU VIDA?

Inmersos en la inercia de la mansa rutina, ajetreados por listas interminables de responsabilidades y tareas, nos planteamos pocas veces si estamos viviendo plenamente o quizá sólo sobreviviendo. Nos solemos enfrentar a esta reflexión sólo cuando la vida “nos golpea con un ladrillo en la cabeza” y hace sonar esos grilletes que siempre han estado ahí y de los cuales no somos conscientes.

canviEn esos momentos, grilletes en mano, buscamos alguna solución mágica e ingeniosa y sobretodo rápida y económica, que palíe la angustia, que elimine los síntomas que nos causan ese malestar. Cuando conseguimos calmar esa desazón nos volvemos a olvidar hasta entrar de nuevo en la trayectoria de otro ladrillo. Entonces: ¿Vas o huyes? Y en el supuesto de que huyas, ¿De qué huyes?. Pues probablemente de alguien que siempre ha vivido contigo pero al que nunca has querido tratar. Huyes de tu “sombra”, de tu “lado oscuro”, de tus miedos, tristezas y rabias reprimidas celosamente, guardadas bajo llave porque un día, quizá por inmadurez o por falta de consciencia ahí guardaste, y que sólo te acuerdas de ellas muy de vez en cuando… ¡Qué pereza! ¿No? Uf…

De acuerdo, entiendo que te de palo, a veces a mi también me da, pero no debes huir eternamente de aquello que te dañó, ya que un día esa carga será insoportable, y si no sale por sus canales de expresión lo hará a través de alguna somatización o enfermedad.

La espada que mata el dolor de la inconsciencia es el autoconocimiento, la sabiduría sobre uno mismo, es un trabajo que nunca acabará mientras estemos vivos, y ganar consciencia no evita volver a caerte, caerás tantas veces como tu alma necesite, hasta que aprendas esa lección evolutiva. En ocasiones cuando sientes haber ya elevado tu consciencia vuelves a caer, ¡Pero de más arriba!. No importa, el camino se hace de esa manera, lo importante no son las veces que caigas sino si tienes el coraje de volver a levantarte.

Carlos Romero Martínez
Psicólogo.

HERENCIA

“Mi papá me pega pero me quiere mucho” __dice Juanjo a la enfermera del hospital infantil que está sentada a su lado observándole. Es lo primero que dice tras once días de sedación.

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La enfermera al oír las palabras que ha pronunciado el niño no responde, le mira muy quieta, sus ojos desprenden lágrimas que se deslizan por las mejillas y caen en la sabana de blanco impecable que cubren el cuerpecito del niño. Aspira aire por la nariz, profundamente, sin hacer ruido; levanta la mano derecha, la lleva a la cabeza vendada de Juanjo y con un gesto muy leve que apenas le toca, le acaricia de adelante hacia atrás mientras que simultáneamente posa suavemente su mano izquierda sobre la mano izquierda de él. Juanjo permanece mirándola por poco tiempo, cierra los ojos, se duerme de nuevo. Brazo derecho roto, cinco puntos de sutura en la cabeza, un hematoma que parte del ojo derecho y le ocupa prácticamente media cara, dos quemaduras de cigarro en el muslo de la pierna izquierda.

“¡Se me ha ido la mano, salven a mi niño!” __había gritado Sebas cuando acudió al hospital con un bulto envuelto en una manta ensangrentada, cabellos revueltos, cuerpo y manos temblorosas, olor acre de alcohol y tabaco. No era un grito de mando sino un grito desgarrado de ruego y de súplica. Enfermeras y médicos habían acudido corriendo avisados por la auxiliar de recepción y le habían cogido el fardo de vida maltratada. Tras responder a un breve interrogatorio sobre el nombre y la edad del hijo, cómo y con qué le pegó y cuánto tiempo hacía que estaba inconsciente, había intentado acercarse al pequeño que apenas respiraba: “¡Juanjo, hijo mío, yo te quiero, lo siento, perdóname, no te me mueras!”, decía mientras la policía se lo impedía reteniéndole enérgicamente. “¡Llévenselo de aquí antes de que sea yo quién le abra la cabeza a este animal!”, había dicho el médico con voz seca y fría.

En la comisaria, Sebas, prestó declaración reconociendo que no era la primera vez que pegaba a Juanjo. Luego el furgón y la cárcel. El funcionario de la prisión le dio ropa limpia, la suya estaba raída, sucia y ensangrentada. El preso se desvistió y su desnudez mostró cicatrices de la infancia, el funcionario que observaba la escena emitió un “¡Madre mía!” conmovido con una voz mezcla de lamento y plegaria. Sebas, que para evitar la mirada del guardián se había girado de espaldas a él, al oírlo se dio la vuelta y con lágrimas en los ojos le dijo: “Mi padre me pegaba pero me quería mucho”.

 

María Jesús Pérez Artigas
Pedagoga Terapeuta
Logopeda Integrativa
Escritora